domingo, 26 de junio de 2011
We Tripantu
Y se acabó el año. Así como lo lee. Una de las gracias de ser mapuche; año nuevo y cambio de folio en la segunda mitad del mes de junio. ¿Muy perdidos los mapuches? En absoluto. Y es que si bien el calendario gregoriano, el que usted y yo conocemos, aquel de los santitos, es correcto para el Hemisferio Norte, resulta cuando menos “curioso” para esta parte del globo terráqueo. Pero bueno, otra herencia de los colonizadores europeos, “como la sarna y los piojos”, por citar a un tío de quien sospecho heredé gran parte de mi sarcasmo. El caso es que los mapuches, observadores privilegiados de la naturaleza, establecieron en el solsticio de invierno el fin de sus cuatro ciclos anuales: Pukemngen,
tiempo de lluvias; Pewüngen, tiempo de brotes; Walüng, tiempo de abundancia; y Rimü, tiempo de descanso. Algo así como la versión mapuche de los occidentales otoño, invierno, primavera y verano.
Tan equivocados con sus telescopios y cartas astrales no deben haber estado mis ancestros. Aymaras, Rapa Nui, Kichuas y un largo etcétera de naciones originarias del Cono Sur fijaron en el mismo solsticio lunar el fin de estos ciclos y el comienzo de un nuevo año. Inti Raymi, “la fiesta del sol”, le llamaron los Kichuas; Machaq Mara, “el retorno del sol”, los Aymaras; Aringa Ora o Koro “el rostro vivo del Patriarca”, los Rapa Nui; y We Tripantu, “la nueva salida del sol”, mis abuelos Mapuche. Existiendo en el país estas cuatro celebraciones distintas de año nuevo, cual de todas más colorida y bailoteada, la pregunta cae de cajón; ¿Por qué, llegado el mes de junio, los chilenos no se suman en masa al jolgorio nativo que representa esta festividad tradicional?
La respuesta, lamentablemente, también cae de cajón; por la misma razón que la Carta Magna no reconoce aún, en pleno siglo XXI, la existencia de pueblos indígenas al interior del Estado o que la Confech, controlada por los comunistas, pone trabas burocráticas a la inclusión de los estudiantes mapuche en su seno; ignorancia y racismo, dos inseparables que por lo general en Chile caminan juntos y la mayoría de las veces de la mano. Otra pregunta; ¿Cuánto pierden Chile y los chilenos al negarse a ver estas realidades? Culturalmente hablando, el monto es incalculable. Y sus consecuencias más que previsibles; una sociedad cada día más retrograda y provinciana, temerosa de la diferencia, hostil frente a todo aquello que rime con “indígena” u “originario” y maravillada con todo aquello que huela a “europeo” o “gringo”. La Maldición de Malinche, le llamó alguien por ahí.
Bendita paradoja. En mis frecuentes viajes fuera de Chile sepan que no he visto a nadie más interesado en el We Tripantu o las culturas indígenas que los propios gringos y europeos. Basta decir que uno es mapuche para que las preguntas y los comentarios maravillados sobre nuestra cultura milenaria caigan sobre uno como un vendaval. Lo mismo, estoy casi seguro, debe suceder y de manera cotidiana con Aymaras, Lican Antay y Rapa Nui, estos últimos verdaderos objetos del deseo de cuanta gringa aterriza sus ojitos claros en Mataveri. “¿Y qué le encuentran las gringas a estos indios tal por cual?”, escuché comentar años atrás a un par de envidiosos chilenos “metro 60”, más morenos que muchos en mi parentela y orgullosos representantes del surrealista movimiento nazi criollo. Déjenme responder que ante la dramática escasez de masa masculina chilena pensante, sospecho que mucho.
Y es que para el viajero medianamente culto y educado, nada puede resultar más interesante y atrayente que las culturas originarias del país que se visita. ¿Por qué es tan difícil para el chileno común y corriente entender esto? Por lo mismo; por ser común y corriente y, en la mayoría de los casos, para nada culto y educado. ¿Puede esto cambiar? Tengo la esperanza que así sea. En un reciente viaje a Estados Unidos pude comprobar maravillado como ceremonias tradicionales de las “primeras naciones”, tales como el Pow Wow o fiesta de la primavera de los Lakota, contaban con un impresionante marco de público no indígena. Y no se trataba de curiosos turistas orientales con sus tradicionales cámaras desechables. Me refiero a visitantes y público norteamericano común y silvestre, hijos de vecinos, incluso una que otra familia de los suburbios, quienes vestidos a la usanza nativa parecían disfrutar tanto o más que los propios Lakota de sus danzas y ritmos tradicionales.
Lo mismo me sucedió en Calgary, Canadá, tras visitar un moderno Shopping Center de la Nación Cree y comprobar, para mi sorpresa y sospecho ahora la suya estimado lector, que gran parte de sus visitantes eran canadienses metro 80, blancos y rubios, ávidos consumidores del arte, la música, la textileria y la gastronomía nativa que allí se comercializaba y en cantidades industriales. ¿Cuán lejos estamos en Chile de un escenario similar? Un par de años luz, me temo. Y avanzar hacia allá no se ve un camino fácil cuando lo que priman por estas latitudes son las desconfianzas y los antagonismos. El manoseado “conflicto” interétnico, demasiado bienvenido y funcional para los extremos de ambos lados. Urgen cambios culturales profundos. En nosotros, para abrirnos a ustedes; y en ustedes, para aceptar y reconocerse en nosotros. Bien podría ser el We Tripantu un magnífico puente de comunicación al respecto. Son mis deseos en este nuevo año que recién comienza.
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